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EL EXTRAORDINARIO
CIRUJANO ARIGO
OPERABA A MORIBUNDOS CON UN CUCHILLO
OXIDADO... Y LOS CURABA. UN HUMILDE BRASILEÑO REALIZÓ A LO LARGO DE SU
EXTRAORDINARIA CARRERA INNUMERABLES MILAGROS QUIRÚRGICOS “GUIADO POR LOS
ESPÍRITUS”.
Había llegado un sacerdote para administrar la extremaunción a la moribunda. Se
encendieron velas y parientes y amigos rodearon su lecho.
Su muerte, a causa de un cáncer de útero, se esperaba en cualquier momento.
De pronto, uno de los presentes salió corriendo de la habitación y volvió con un
gran cuchillo de cocina. Ordenó a los presentes que se alejaran de la cama y
después sin decir una palabra, levantó la sábana que cubría a la enferma e
introdujo el cuchillo en su vagina.
A continuación, tras remover brusca y repetidamente con el cuchillo, lo retiró y
metió la mano para extraer un tumor del tamaño de un pomelo. Después tiró el
cuchillo y el tumor en el fregadero de la cocina, se sentó en una silla y se
echó a llorar.
Uno de los parientes corrió en busca del médico, mientras los demás guardaban
silencio, alucinados por la extraña escena de que habían sido testigos. La
paciente estaba tranquila, pues no había sentido dolor durante la “operación”, y
el médico comprobó que no existía hemorragia ni ningún otro daño. También
confirmó que lo que había en el fregadero, era un tumor uterino.
Este extraordinario suceso, que tuvo lugar en la ciudad brasileña de Congonhas
do Campo, fue un momento decisivo en las vidas de los dos protagonistas del
mismo. La mujer curó por completo, y el hombre que la “operó”, José Arigo,
empezó a ser solicitado por personas a quienes sus médicos consideraban
incurables. Pero no recordaba el incidente.
Algún tiempo después, cuando curaciones tan sorprendentes se hicieron
cotidianas, la gente se dio cuenta de que Arigo estaba en trance cuando trataba
a los enfermos. Sus pacientes notaron que hablaba con acento alemán, hecho que
fue atribuido a que el doctor Adolphus Fritz, muerto en 1918, “operaba” a través
de Arigo. Cuando la clínica de Arigo se abría, a las siete de la mañana, la
mayoría de los días ya había una cola de unas 200 personas que esperaban. A
algunos pacientes los trataba de forma rápida, y, a veces, brutal, empujándolos
contra la pared y clavándoles el cuchillo sin esterilizar que luego limpiaba en
su camisa. Sin embargo, nadie sentía miedo, ni dolor. Había muy poca sangre, la
herida se cerraba inmediatamente y cicatrizaba en pocos días.
Pero no todo el mundo precisaba de la cirugía psíquica. En muchos casos Arigo
echaba una mirada al paciente, diagnosticaba su problema sin preguntarle nada y
escribía una receta apresuradamente. Los medicamentos que prescribía eran por lo
general drogas comunes y fabricadas por laboratorios conocidos, aunque en dosis
muy grandes y en combinaciones sorprendentes para la medicina convencional. Pero
curaban a la gente. Según estimaciones conservadoras, en un periodo de cinco
años trató a medio millón de pacientes, entre los cuales había toda clase de
personas, ricas y pobres, cosa ésta, que no interesaba a Arigo, que nunca aceptó
dinero ni regalos por sus servicios.
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